viernes, 25 de junio de 2010

La ciudad

La estación de las lluvias era su favorita, quizá porque temblaba por un motivo físico concreto. Pero la lluvia en sí no le complacía sobremanera. Sí le complacían las calles mojadas, encharcadas, y si llegasen a embarrarse hasta convertir todo lo visible en un lodazal habría sido, casi, feliz.

Si el agua lo inundara todo, si la ciudad, sombría y destartalada, yaciera bajo el mar como un naufragio inmemorial, sería feliz.

¿Por qué buscaba de ese modo imaginarse la inconsciencia, el abandono y el olvido?

Una paloma muerta era mejor compañía. Solía encontrarlas muchos días, en rincones oscuros, segada su vida como por sorpresa.

Dos veces intentó hacer volar a una paloma muerta, una vez lanzando los restos al aire, otra vez con su imaginación.

La noche era oscura. Pocas luces se encendían en la ciudad. Perseguía sombras fugaces. Eran eternamente furtivas.

Una vez, la ciudad estuvo en fiestas. Luces de colores surcaron el cielo ruidosamente. La gente parecía alegre. Cantaba.

Una mañana se levantó temprano, pero no tan temprano. Le pareció que era noche cerrada. Contempló por la ventana de un solitario habitáculo la calle y el interior de otras estancias. Era de noche, cerrada.

Aprendió a sobrevivir durante varios años, los más duros y felices. Pero nunca supo cómo podría aprender a vivir simplemente. La vida, en sí, le era ajena. La vida de la ciudad, la vida de las masas inquietas y esquivas.

Años más tarde, cruzó una calle solitaria. Algún transeúnte rondaba los alrededores. No miró a los lados. Un gato muerto, enfrente, le cautivó. Era como si se viera en un espejo deformante. Era, en parte, un alivio.

La noche en que murió, sonaron unas campanas lejanas. Tocaban a muerto.