martes, 8 de mayo de 2012

Recuerdo de infancia

De pequeño solía pasear por los arrabales de la ciudad,
agrietadas las manos de pasarlas por las paredes de piedra
y yeso.
Contemplar las celosías, los aleros majestuosos
de las solemnes casas cuyo cobijo
buscaban las alegres golondrinas
cimbreaba mi imaginación en busca de castillos
y damiselas de ojos oscuros, de aventuras caballerescas
y nobles duelos en campiñas boscosas.
Correteando por las estrechas y diáfanas calles
los ecos de mis apresurados pasos resonaban
en el fresco aire de la tarde y
un grito de alborozo se escapaba de mi garganta emocionada.
Algún perro somnoliento alzaba alarmado
las puntiagudas orejitas
y respingaba dispuesto a huir de semejante peligro.
Siempre terminaba mi aventura solitaria en el patio umbrío
de una hermosa casa de corredores abalaustrados
y recogía piedrecitas para lanzarlas al pozo
que había en medio, en la sombra de aquel recogido
lugar, y escuchaba allá abajo sonar el agua
con cada guijarro que arrojaba.
Nunca supe de quién era la casa, nunca supe
el significado de los labrados mármoles
del misterioso brocal que irremisiblemente
me atraía,
nunca más recordé el camino que me habría de llevar
a aquel recóndito lugar, al sereno reposo
de árboles y cantos de pájaros,
de esquivos gatos entre las malezas,
de postigos cerrados y puertas maltrechas.
Nunca regresé. Y nunca podré regresar.
La vida y sus avatares me alejaron de allí.
Pero ese lugar permanece en mi memoria inalterado,
y desprende un aroma de aire perfumado a jazmín.
Y puedo oír el eco del agua, aun cuando me alejo
del magnífico brocal,
aun cuando lo dejo atrás, ya casi invisible
entre las sombras cada vez más densas.