sábado, 2 de marzo de 2013

Sueño


La noche en que se acostó con el recuerdo de su amada tuvo un sueño agotador.

Cuando la Tierra era joven, cuando la Luna no tenía arrugas,
un ser de barro reptaba por el fango baldío.
El blanco y pálido astro era su guía, era la engendradora.
Se arrastraba inmerso en la corriente telúrica,
desaparecía, emergía, sentía el susurro frío del hermano viento.
Si de algo se alimentaba, extraía lentamente el corazón
del fino pecho, que con una delicada luminiscencia,
daba así las gracias a su Madre.
El rayo plateado le bendecía, y la miríada de Hermanas de la Madre
parecían sonreír complacidas.
Si la escarcha la ocultaba, seguía su velada singladura
con ojos anhelantes, pero pronto, alguna rama
restallaba o débil siseaba la corriente de un río.
Cuando el velo se oscurecía, Ella hacía caer a sus Hermanas
en forma de gotas de agua que vivificaban la Tierra,
y el ser, de nuevo bendecido, recibía el regalo
de la separación. Y los dos seres surgidos de un ser
se alejaban, como dos luces batientes en la noche,
creados para reptar y para ser bendecidos,
para hundirse entre las raíces intrincadas
de los arborescentes seres inmóviles,
desentrañando el secreto oculto,
el misterio enterrado
en sus corazones.

Un manto oscuro es la Tierra. En él se ven,
como hogueras lejanas, como fuegos de luciérnagas,
lucecitas aquí y allá. Hay trozos de oscuridad inmensa,
hay reflejos de aguas cristalinas, y en lo alto,
una seda de bruma aérea detenida como
el tiempo y los eones.
Abajo, un ser sueña que despierta agotado en su desordenado lecho.