Iskander llega a un perdido, o abandonado, poblacho.
Nada indica que haya alguien allí.
Sobre su cabeza gravitan buitres, o cuervos.
Hace calor, parece un desierto, todo alrededor es aridez.
Una sombra se inclina, delante.
Es un muchacho alado; resplandece.
Tocado por una misteriosa gracia, se eleva,
se confunde con las aves, en lo más alto de la esfera celeste.
Cuatro años después recordaría esta escena,
aquejado de una dolencia terrible:
la nostalgia infinita.
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